Presentamos aquí el artículo-editorial del número 59 de la Revista del IES La Madraza escrito por el profesor Pablo Casanova. La portada es obra de la profesora Esperanza Manzanera.
La primera vez que tuve noticias de esa palabra inmediatamente pensé que alguien la había escrito o dicho mal, y durante los siguientes días seguí con la confusa sensación de que el mundo entero se había contagiado no solo de un terrible virus que nadie sabía de dónde había surgido, sino también de una extraña forma de comunicarse que llevaba a la gente a cambiar la forma en la que se escriben o se dicen las palabras desde siempre, hasta que al final comprendí que el que estaba equivocado (una vez más) era yo; pero aún habría de pasar algo de tiempo para eso, convencido como andaba de que la resiliencia no era más que una moda de turno para hablar de resistencia, igual que esas efímeras pasiones que nacen y mueren hoy día a través de las redes sociales a una velocidad de cometa.
Seguramente, esa extraña palabra que la mayoría de las veces me cuesta pronunciar correctamente, continuaría hoy cubierta de polvo entre las páginas de un antiquísimo diccionario, si un neurólogo francés de origen judío no se hubiera empecinado en hacernos entender que hasta de la situación más trágica posible, se puede obtener algo positivo y salir fortalecido, aunque lo cierto es que yo no fui capaz de hallar nada de eso hasta unos meses después de haber oído o leído eso de la resiliencia. De modo que, por mucho que este señor se empeñara en ver el lado bueno de una pandemia, ninguno de nosotros estábamos preparados para lo que tuvimos que soportar o “invivir”, una palabra inventada por mí pero que me sirve para entender mejor el alcance de aquellos duros meses de confinamiento.
Quizá lo más difícil no se debió al hecho de no seguir haciendo la inmensa mayoría de las cosas cotidianas antes de que un real decreto nos encerrara en nuestras casas durante meses enteros, sino que, al menos para mí, lo más duro de todo fue que no tenía a nadie a mi lado con quien sobrellevar esos momentos. Sobrellevar. Por eso he escogido esa palabra, y no compartir, pues uno nunca desea compartir lo más trágico de la vida. Y de ese mismo modo, la pandemia por el virus del Covid-19 nos volvió resilientes y no resistentes.
Echando estos días la vista atrás, me doy cuenta de que no me resulta fácil explicar lo que significó el pasar aquel tiempo de encierro en completa soledad, “inviviendo” en un piso vacío de compañía y de muebles, sabiendo que mi familia se encontraba tan solo a unos pocos kilómetros y que ni siquiera podía ni debía ir a verlos. Al igual que la mía, cada uno tendrá su propia historia, algunas de ellas demasiado duras e impactantes, como la de ese periodista deportivo que dejó de tener noticias de su padre de la noche a la mañana, y cuando por fin pudo ir hasta su casa a buscarlo, preocupado, temiéndose lo peor, lo encontró muerto, sentado en el cuarto de estar con la televisión encendida. Sin embargo también hubo cosas positivas, pues la gente, una inmensa mayoría, se ha vuelto ahora más familiar, más cercana entre ellos. La pandemia los llevó a cocinar juntos; a practicar deporte juntos en el espacio reducido de un salón de un cuarto piso; a bailar con los vecinos del al lado a través de las terrazas y las videollamadas; a bailar de lejos, a pesar de que Sergio Dalma nos dijera hace ya treinta años que en realidad eso no es bailar; incluso han salido a los balcones a la misma hora para aplaudir juntos a personas que nunca conocerán, aun cuando parecía que no había ningún motivo por el que aplaudir.
Así que, aunque tan solo varíe en unas letras, y a pesar de que cuando tengo que usarla la digo erróneamente y los alumnos de mi tutoría de 2º ESO-B se ríen de mí por no ser capar de pronunciarla de forma correcta, confieso que me gusta mucho esa nueva palabra de la resiliencia, pues en ella se encuentra todo lo bueno que hay en las personas cuando, en los momentos más terribles, deciden sumar sus fuerzas para salir hacia delante.